Viernes, 29 Marzo 2024

E El baúl del recuerdo

Los perros prehispánicos

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Hoy el baúl de los recuerdos se abre para comentar que seguramente usted ha tiene un perro en casa: le dedica tiempo, lo cuida, lo saca a pasear, lo baña, lo peina, lo acaricia y hasta forma parte de la familia. A propósito le comento que ha sido héroe cultural para las civilizaciones mesoamericanas, arma de guerra para los españoles. Es una muestra de la confrontación que se dio al momento de la conquista entre dos maneras totalmente diferentes de ver el mundo.

El perro mesoamericano que ocupó un lugar preponderante en la época prehispánica, se vio bastante disminuido en la Colonia. Después de estar relacionado con la divinidad y ser un héroe cultural, se convirtió en un símbolo de maldad a los hombres. De acuerdo con los cronistas europeos los perros prehispánicos casi se extinguieron porque durante la Conquista eran fuente de alimentación; los españoles los comían asados, untados con ajo y opinaban que sabían a cabrito. Al paso del tiempo, tanto los españoles como los mesoamericanos ya no comían perro con fines rituales, sino como alimento cotidiano.

Por otra parte, durante la Conquista los perros galgos y el mastín español fueron los que más se utilizaron como animales de guerra, ataque y defensa. En España el mastín protegía a las ovejas de los lobos. De constitución musculosa y fuertes mandíbulas, dichos animales eran excelentes guardianes y defensores de los soldados, a quienes acompañaban, ya que podían llegar a lugares inaccesibles para equinos y jinetes. A esos perros que eran entrenados para atacar y matar a los enemigos, se les llama genéricamente lebreles. Se tiene noticias de que sus amos los protegían cuando entraban en batalla con un grueso aparejo de algodón o cuero, que le cubría la mayor parte del cuerpo. Este artilugio de guerra protegía a los perros de la punta de los proyectiles y las acometidas con cuchillo o espada.

En 1523 en Cholula, Hernán Cortés ordenó la muerte de un sacerdote e importantes señores indígenas por “aperreamiento”, lo cual consistía en echar al ataque un perro de guerra. De acuerdo con el Manuscrito del aperreamiento, el sacrificio al parecer fue porque los cholultecas, representados por aquellos personajes, no aceptaban la evangelización.

Los perros de guerra siguieron empleándose durante la Colonia como guardaganados y para la persecución de los llamados indios bravos que no se habían rendido ante los españoles, así como para la caza de animales. El padre Bartolomé de las Casas relata que los conquistadores mataban indígenas para dar de comer a los perros, cuando no conseguían otro alimento.

De acuerdo con el testimonio del cronista Fray Diego de Landa, en la segunda mitad del siglo XVI los indios de Yucatán aún tenían un perro de origen mesoamericano, del que afirmaba no ladraba, lo usaban como rastreador y acosador de animales como aves y venados. Otro factor que contribuyó a que los perros traídos por los españoles sustituyeron a los que había en América fue la rápida aceptación que tuvieron entre la población indígena, que los procuraba más que a los antiguos perros; por ejemplo, si hacían un largo viaje y notaban que el animal iba cansado, se lo echaban a la espalda.

Después de la guerra de Conquista ya no se utilizaron perros y es muy probable que se hayan cruzado con los antiguos canes mesoamericanos. Se tiene noticia de que, fuera del territorio novohispano, los animales usados para las batallas se escaparon de sus dueños y formaron grandes bandas de perros cimarrones que asolaban al ganado y destruían los sembradíos. Hubo ordenanzas reales para que ningún español criara o entrenara perros de guerra. Quizá este fue el paso por el que los perros vieron reducida su talla y fuerza muscular y quedaran como animales de compañía y guarda.

En el siglo XVIII los perros se habían reproducido tanto que invadían las calles de las ciudades virreinales. Los habitantes de la nueva España se quejaban de que robaban alimentos, vomitaban, defecaban y se apareaban en las calles o incluso en los atrios o en el interior de los templos, con el consiguiente espectáculo que, además de escandalizar a las clases pudientes novohispanas que acudían a las celebraciones religiosas en los templos y luego, bebían abundantes tazas de chocolate y comían exquisitos pastelitos.

En aquellos años la urbe tenía aproximadamente 120 000 habitantes y el número de perros era de 20 mil. Entonces, las autoridades virreinales, encabezadas por Juan Vicente de Güemes segundo conde de Revillagigedo, dictaron órdenes para abatir a los perros de la calle. Los encargados de ejecutar a los animales eran los serenos de la ciudad. Sin embargo, muchos de esos canes eran protegidos por la gente pobre de la cuidad, la mayoría de ellos indígenas o descendientes de antiguas civilizaciones mesoamericanas, aquellas entre quienes el perro era dios, héroe cultural, y que posiblemente tenían la creencia de que era el animal que los iba a ayudar a cruzar un caudaloso río, el famoso apanohuayan de la cosmogonía mexica, cuando murieran.


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